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Diario YA


 

¡Felicidades, Señor Cardenal!

Manuel María Bru. 29 de marzo.

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Ayer el Cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, celebró sus bodas de oro sacerdotales. Cuando Juan Pablo II le llamó al Colegio Cardenalicio, su antecesor en el gobierno de esta diócesis, el inolvidable Cardenal Suquía, le dijo: “Si Dios está contigo en el duro combate del Evangelio, ¿quién podrá contra ti?”  No falta ni en su magisterio, ni en su predicación, ni en su diario quehacer pastoral, exclamaciones para la invocación pero también para la teresiana “determinada determinación”, e incluso, para la sana provocación. Pero he podido comprobar que la palabra más usada por el Cardenal Rouco en sus innumerables intervenciones como arzobispo de Madrid, es la palabra “hondo”, u “hondura”, que expresan no sólo la profundidad del pensamiento y del discernimiento, sino también la extremada intensidad del sentimiento. Y es que, cuando la hondura del pensamiento se une a la hondura del corazón, es cuando surge, siempre espontáneo, el lenguaje de la conmoción. Los cronistas de la actualidad, sobre todo los radiofónicos, no podemos jamás olvidar las primeras palabras del Cardenal en el fatídico 11 de marzo de 2004, desde Roma, a la COPE: “Nos ha conmovido el alma, la condena del atentado nos sale por todos los poros del espíritu y del cuerpo”. Al oírlas, se percibe perfectamente como a un padre la conmoción por aquella tragedia que segó la vida de 192 hijos suyos, y la repulsión por el acto terrorista que la causó, supuraban literalmente todo su cuerpo y todo su espíritu.

Señor Cardenal: ¡Felicidades por estos cincuenta años! Gracias por su fidelidad, por su expropiación, por su servicio, y por su paternidad. Fidelidad a su vocación, fidelidad a la Iglesia, fidelidad al Señor. Expropiación ante otros caminos, humanamente tal vez más gratificantes, como una vida dedicada completamente a la investigación y la docencia. Expropiación de su tiempo, de un tiempo que dejó hace mucho de ser “suyo”, para ser un tiempo dedicado totalmente a la Iglesia, a sus sacerdotes y a sus fieles. Servicio, en el trabajo visto y en el que nadie ve, un servicio cargado de responsabilidad, abnegado, cansado, y sobre todo, difícil, al tener que tomar todos los días decisiones importantes, ante las que la mayoría de nosotros quedaríamos completamente paralizados. Y sobre todo, Señor Cardenal, gracias por su paternidad, porque, como dije una vez a alguien que quiso predisponerme contra usted, el obispo es siempre pastor de su grey, pero de sus sacerdotes es además un padre. Y usted, don Antonio, nunca ha dejado de ser ni dejará de ser, para todos nosotros -pero yo hablo por mí, en primera persona y de corazón-, un padre que enseña, que cuida, que corrige, y que alienta, con amor, a sus sacerdotes, y a los fieles que se le han encomendado. 

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