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Diario YA


 

ALLENDE Y LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA

Gonzalo Rojas
En este artículo, nos referiremos al modo en que el Programa de la UP y el candidato Allende trataron la libertad de enseñanza y la libertad de trabajo, así como a la manera en que calificaron a los diversos actores sociales con los que pretendían contar para realizar su revolución.
El Programa de la Unidad Popular fijaba el marco general de sus propósitos educacionales al afirmar que “las profundas transformaciones que se emprenderán requieren de un pueblo socialmente consciente y solidario, educado para ejercer y defender su poder político, apto científica y técnicamente para desarrollar la economía de transición al socialismo”. Para esto, el mismo Programa establecía que la nueva cultura no se crearía por Decreto, sino mediante “la lucha por la fraternidad contra el individualismo”, lo que en la práctica implicaría crear “un sistema educacional democrático, único y planificado”, privando a los particulares de “los establecimientos privados, empezando por aquellos planteles que seleccionan su alumnado por razones de clase social, origen nacional o confesión religiosa”.
Este atentado directo a la libertad de enseñanza se completaría, a nivel de la educación superior, con la orientación general de las Universidades, dirigida hacia el “desarrollo revolucionario chileno”, para lo cual se reorientarían las “funciones académicas de docencia, investigación y extensión en función de los problemas nacionales”. Los recursos asignados a las Universidades, cuya administración correspondería a sus respectivas comunidades, deberían asegurar su “efectiva estatización y democratización”.
Y en cuanto a la libertad de trabajo, el Programa establecía una política de pleno empleo, pero no entraba en mayores consideraciones sobre las condiciones de libertad en que se desarrollarían la contratación y actividad laboral. Respecto a estos temas, Allende hizo una sola precisión: “Habrá muy pocas huelgas o ninguna, cuando el pueblo sea el propietario de los medios de producción”.
Para llevar adelante su propósito revolucionario, el Programa y el candidato de la Unidad Popular centraron toda la campaña en el papel protagónico de la llamada clase trabajadora. Partiendo del supuesto que el poder mismo le era ajeno a los trabajadores, el Programa calificaba a la clase asalariada como la fuerza que podría “romper las actuales estructuras y avanzar en la tarea de su liberación”. Una vez triunfante, jugaría el papel protagónico, ya que “las transformaciones revolucionarias que el país necesita sólo podrán realizarse si el pueblo chileno toma en sus manos el poder y lo ejerce real y efectivamente”.
Con el objetivo de construir ese protagonismo ejecutivo, el Programa establecía la creación de la Asamblea del Pueblo, “órgano superior del poder… que expresaría nacionalmente la soberanía popular”.
Curiosamente, la misma clase trabajadora -portadora del carisma mesiánico- debería dar vida al “hombre nuevo”, el que se insertaría en una también “nueva cultura”. La clase trabajadora implantaría así “un hombre nuevo”, para la nueva sociedad, la “nueva moral, la nueva convivencia social”.
Por su parte, Allende manejó reiteradamente estos mismos conceptos en la campaña. Con su acostumbrada seguridad, afirmó que “el pueblo es el único que puede crear un nuevo orden afianzado en la reciedumbre de una voluntad revolucionaria”. Por eso, consideraba fundamental que en su Gobierno los trabajadores ejerciesen efectivamente el poder.
En este proceso de transformaciones, la clase obrera chilena se uniría a “las luchas que libran los pueblos por su liberación y por la construcción del socialismo” en todo el mundo para lo cual, Allende no vaciló en afirmar que en caso de una oposición nacional o internacional a la eventual victoria popular la coalición de izquierda opondría “a la violencia reaccionaria… la violencia revolucionaria del pueblo”.
Para entregar a los trabajadores lo antes posible su rol, durante toda la campaña se implementarían miles de “Comités de Unidad Popular” que, de acuerdo a lo previsto por el Programa, no sólo debían ser “organismos electorales”, sino que también “intérpretes y combatientes de las reivindicaciones inmediatas de las masas y, sobre todo, se prepararán para ejercer el poder popular”. Los Comités deberían enriquecer el Programa mismo, según avanzase la campaña, mediante “la discusión y el aporte del pueblo”. El acta en que se concretasen estos aportes debería constituirse en “un mandato irrevocable”.
Allende fue aún más allá del Programa y le adjudicó a algunos sectores particulares una misión redentora peculiar dentro del gran proceso revolucionario. Decía a los mineros en marzo de 1970 que ellos deberían ser parte fundamental de esa “marea incontenible que llevará al pueblo al poder”. Y en otra oportunidad dirigiéndose a los trabajadores de la prensa afirmó: “La misión de Uds., periodistas, trabajadores de la prensa, la radio y la televisión tendrá proyecciones extraordinarias en el futuro Gobierno Popular. Uds. serán mañana en la plenitud dignificada de su profesión los voceros de un Chile nuevo que juntos vamos a edificar”. A las mujeres, Allende las llamó a ser “actoras de todo el proceso revolucionario”, y a la juventud le adjudicó “un lugar de batalla en la primera línea de combate”.
Sobre otros sectores, por el contrario, no recayó la confianza plena del candidato Este fue el caso de los artistas y profesionales, quienes deberían contentarse con “encontrar al pueblo en un recodo del camino que es la revolución”.