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Diario YA


 

Alrededor de Barajas


José Escandell, 30 de agosto.

Estábamos de vacaciones y nos hemos encontrado con el desastre de Barajas. Una clave básica en la comprensión del hombre, de la historia y de las creaciones culturales es la respuesta que se da al mal y al dolor. Es una especie de «prueba del nueve» de la autenticidad de las culturas, de las actitudes y de los estilos de vida. Mientras todo es de color de rosa, mientras la vida sonríe, todo es magnífico; cuando aparece el mal en alguna de sus formas, es entonces cuando se pone a prueba la solidez y el valor de las convicciones y las preferencias.

Lo que llamamos coloquialmente «mundo moderno», ese que pone su punto de referencia en la Ilustración y en el Estado soberano, nació precisamente como intento de suprimir el mal. Cuando a finales del siglo XVII nacen los clubes británicos de librepensadores y libertinos, la gran cuestión es la paz. El problema que se ventila es el de evitar por siempre jamás, de una vez por todas (que ya es ambición), la posibilidad de una guerra mundial de religión. Ya sabemos el resultado. Los franceses quisieron hacer felices a la humanidad a base de guillotina. Algunos pudieron pensar, durante el siglo XVIII, que el mal podía ser evitado a base de progreso, libertad, igualdad y fraternidad. Sin embargo, el mal se resiste.

No creo simplificar demasiado si afirmo que el romanticismo se caracteriza, frente a la pura Ilustración, por el intento, no de eliminar el mal, sino de asimilarlo, de hacer amistad con él. Pero quien juega con fuego acaba quemándose. Luego vino el reinado del positivismo. Una extraña mentalidad que, a mitad camino entre la ilustración clásica y el romanticismo, pretende un enfoque «científico» del mal. El mal es un «puro hecho» y, como tal, necesario e inevitable, pero con el que se puede negociar mediante las técnicas, que son el fruto de la ciencia contemporánea.

Las dos guerras mundiales en el siglo veinte, más el nazismo y el comunismo, han dado nacimiento a una cuarta actitud. Quizás el término que voy a emplear sea algo desmesurado, pero no yerra del todo, a mi juicio, en la dirección hacia el asunto. Voy a llamarla «desesperación». No se trata de la desesperación desgarrada de quien deseaba mucho y no consigue nada. Hay también la desesperación doliente de quien se conforma ante el mal por falta de fuerzas. Aparenta resignación, pero incluye ira, irritación y resentimiento. Quizás porque sufrir parece no tener sentido, y quizás porque vivíamos en la idea de que alguien (el Estado, el Mundo) nos evitaría el golpe, todos los golpes. Ya se ve que no. ¿Quién nos librará del mal? Aunque, en realidad, ¿queremos de veras que no haya mal?

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