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El buen pastor

Ángel David Martín Rubio. 6 de mayo.
 

La Liturgia del tiempo de Pascua nos presenta la figura de Cristo Buen Pastor como expresión del amor universal de Cristo hacia su Iglesia. Ya en su predicación, Jesús anuncia que el reino de su Iglesia será como un rebaño cuyo pastor es Él mismo; los cristianos le pertenecen, los guarda celosamente y es para ellos fuente de vida y salvación: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán para siempre; nadie puede arrebatármelas» (Jn 10, 27-28). Subió Cristo a los cielos pero dejó otros pastores visibles que en nombre suyo apacentarán la grey de la Iglesia: el Papa, los obispos, los sacerdotes. Cada uno de ellos ha de ser pastor bueno como Jesucristo y vivir adornado de las mismas cualidades que Él nos enseña. La parábola del Buen Pastor nos recuerda a cada uno nuestra obligación: a los fieles la de ser dóciles y fieles a la voz del Buen Pastor y de los pastores; a los pastores, nuestro deber de apacentar el rebaño que Dios nos ha confiado y de hacerlo como Dios quiere:  (cfr. 1Pe 5, 1-4).

En contraste con la voluntad de su fundador, en la Iglesia de nuestro tiempo se ha introducido la confusión doctrinal. No solo porque circulan con ligereza opiniones dispares sino porque falta la orientación de no pocos pastores. Desde los más diversos ámbitos se presentan como doctrina de la Iglesia ideas y prácticas contrarias a la misma. Por ello el Papa Pablo VI afirmaba que «el pueblo cristiano por sí mismo debe inmunizarse y fortalecerse» (3-diciembre-1969). Pero se trata de defensa de la fe, no de posturas subjetivas arbitrarias y es necesario actuar guiados por criterios o normas superiores que nos dan la orientación auténtica de la jerarquía de la Iglesia, de los buenos pastores. Podemos sintetizar esas normas en dos criterios que fueron expuestos con toda claridad en la década de los setenta por el Obispo don José Guerra Campos en su popular programa de Televisión El Octavo día:

1.Todos debemos conocer las verdades de fe ya formuladas. Cuando el Magisterio de la Iglesia universal (el Papa o el cuerpo de los obispos en comunión con él) propone de forma definitiva la doctrina de la fe y la moral, sus afirmaciones son inmutables. Nosotros encontramos esas verdades ya formuladas en el Credo, en las profesiones de fe, en los catecismos autorizados... Nadie puede sustituir ni suprimir una sola verdad de fe no uno solo de los principios morales así definidos. Decía el mismo apóstol S.Pablo:  «Pues sea maldito cualquiera –yo, o incluso un ángel del cielo- que os anuncie un Evangelio distinto del que yo os anuncié.  Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido ¡caiga sobre él la maldición!» (Gal 1, 8-9).

2.Las normas de disciplina pueden variar pero solo por decisión de la autoridad de la Iglesia. La obediencia a las normas vigentes es voluntad de Dios y preserva la libertad contra las arbitrariedades. Así, el Concilio Vaticano II dejó establecido que «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia» (Sacrosanctum Concilium 22). En algún caso, además, (como en la Eucaristía o la Confesión) el cumplimiento de las normas condiciona la validez de los Sacramentos y ningún sacerdote ni otro fiel se atreverá a infringirlas si conserva la fe en el misterio de salvación que es la Iglesia.

«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre. No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas» (Heb 13, 8-9). Las verdades de la fe –la doctrina católica- nos dicen lo que Cristo es y lo que Cristo hace. Por eso no puede ser buen cristiano el que no ama, sostiene y defiende dichas verdades. 

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