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En la fiesta del Corpus

Ángel David Martín Rubio. 14 de junio. La fiesta propia del Santísimo Sacramento de la Eucaristía es el Jueves Santo, o día de su institución por Cristo. Aquella noche: Habiendo amado Jesús a los suyos que estaban en el mundo, al fin les amó extremadamente (Jn 13,1). Y para dejarles una prenda de este su admirable amor, viendo que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre (Jn 13,1) y queriendo permanecer con ellos siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28,20), realizó con inefable sabiduría un misterio que trasciende toda humana posibilidad y comprensión. Celebrada con sus discípulos la cena del cordero pascual, Jesús tomo el pan y después de dar gracias, lo bendijo, lo partió y dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Asimismo después de cenar tomó el cáliz, diciendo: Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre, cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía.

Pero a aquel Jueves de Gloria sigue el Viernes de la Pasión y de la Muerte de Cristo. Por eso la Iglesia traslada la solemnidad de dicha fiesta al día de hoy. Su origen se remonta al s.XIII y el Papa Urbano IV la extendió a la Iglesia universal. A causa de su procesión del Santísimo Sacramento, muy pronto se convirtió la fiesta del Corpus en una de las más gratas al pueblo cristiano. Durante siglos se celebró el Jueves después del domingo de la Santísima Trinidad hasta que en nuestros días, como una manifestación más de la pública apostasía de las naciones y de la tibieza de los católicos ha sido trasladada -esperemos que por poco tiempo- a este domingo, gesto que le ha hecho perder no poco de su carácter y que desdibujado en la piedad cristiana la fuerte identidad de este día.

Decadencia del Culto eucarístico en nuestros días

Desde los primeros tiempos, la Eucaristía no ha sido una posesión pacífica para la Iglesia; también aquí se ha cumplido la profecía de Simeón: Puesto está... para blanco de contradicción y las propias palabras de Cristo: no he venido a traer paz, sino guerra:

El escándalo de los discípulos en Cafarnaum: Duras son estas palabras ¿quién puede oírlas? (Jn 6,60ss).

Pero quizás nunca como en nuestros días se puede hablar de una auténtica crisis en la vida eucarística de la Iglesia, de la que encontramos numerosos indicios:

Un debilitamiento de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía que ha llevado a descuidar la práctica de las normas acerca de las condiciones en que se ha de recibir la Comunión: «cada vez son más numeroso los fieles que no tienen inconveniente en comulgar con relativa frecuencia y, sin embargo, no suelen acercarse al Sacramento de la Penitencia» (CEpEs, 4-marzo-1999).

Una gravísima disminución y en ocasiones la total desaparición de la adoración al Santísimo y de las formas de culto eucarístico fuera de la celebración de la Santa Misa; el olvido del silencio y la veneración ante su augusta presencia.

La degradación de lo sagrado que reduce la celebración de la Santa Misa a una conmemoración de la Cena del Señor, con un silenciamiento de su naturaleza esencialmente sacrificial y con la acentuación unilateral de una celebración de amistad y alegría. Esas Misas tan bonitas que veis en la televisión o en otras parroquias y en las que se pisotea el sentido de lo sagrado y se vulnera el deseo expreso de la Iglesia: «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia» (SC 22).

Único remedio: la fe de la Iglesia en la Eucaristía

La Eucaristía está íntimamente ligada a la vida de la Iglesia:

En la Santa Misa hace presente la Iglesia sobre sus altares el sacrificio de Cristo, fuente de nuestra redención y por la santa comunión se unen los fieles a Cristo y trasnforman su vida en la de Él; nacidos a la vida de la gracia en las aguas del bautismo, se alimentan de la Eucaristía con un pan celestial, un alimento espiritual.

Por eso cualquier detrimento en la vida eucarística de la Iglesia se traduce automáticamente en una crisis en todos los aspectos de su vida. Cuantas veces lamentamos ver a nuestras familias sin hijos, a nuestros seminarios y casas religiosas sin vocaciones y a nuestras iglesias sin conversiones... Pero no se puede uno extrañar de los efectos y seguir sin poner remedio ante las causas. Y seguramente, no es de las menos importantes esta pérdida de la fe en el misterio de la Eucaristía tal y como la ha confesado la Iglesia en su tradición secular y la ha expresado en su liturgia tradicional.

Por el contrario, pidamos hoy para siempre la gracia de una fe eficaz en el misterio de la Santísima Eucaristía que nos lleve a reconocer a Jesucristo oculto bajo las apariencias de pan y vino, a descubrirle presente en el Santísimo Sacramento del Altar; a confesar que en la Sagrada Hostia está el mismo Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, con su Cuerpo, sangre, alma y Divinidad... Y que esta fe oriente de tal manera nuestra vida que, al morir, podamos contemplarle eternamente en la gloria.

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