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Diario YA


 

Sobrenadando en lo superficial

Manuel Parra Celaya. Halloween ha venido para quedarse, y créanme que lo siento. Del mismo modo que se han quedado y no ostentan trazas de desaparecer los kebabs, las pizzerías a domicilio, las Grandes Superficies, los móviles inteligentes, las carreras urbanas multitudinarias y la tele-basura, salvando las distintas entre los elementos de esta retahíla.

Lo que empezó siendo una moda foránea –y, como tal moda, efímera- se ha transformado en una tendencia imparable, ante la cual resultan inútiles los esfuerzos bienintencionados, como la propuesta de vestir a los niños de santitos en miniatura el día 1, con el fin de que evitar que se disfracen de vampiros, esqueletos o zombis de película americana por la noche; todo lo más, y perdonen, el supuesto remedio puede derivar en cursilería, que poco podrá hacer frente al impacto de los medios de difusión, la propaganda comercial o la tontería de papás y mamás.

Estas son las consecuencias de la mundialización de la cultura, fenómeno también imparable por mucho que nos pese. Será así en todas las ocasiones en que los limitemos a ir a la contra, en bracear desesperadamente en la superficie y no seamos capaces de bucear en las profundidades, en que nos empeñemos en combatir los síntomas y no vayamos, con decisión, a tratar el origen de las enfermedades. Porque a esto nos ha acostumbrado la ideología predominante del Pensamiento Único, tan evidente en sus manifestaciones políticas, educativas y sociales.

Los recursos que nos han utilizado han sido especialmente la sustitución de la coacción por la autocomplacencia (en esto se diferencia el actual totalitarismo de sus precedentes históricos), la reiteración del mensaje hasta que cale desde todos los poderosos altavoces mediáticos, la anulación de la capacidad de reflexión crítica y, por supuesto, el vacío de valores, empezando por los religiosos, que eran, son y serán los que sustentan todo el andamiaje. Sobre un campo reducido a erial es muy sencillo verter cualquier tipo de semilla: en unos casos, los frutos serán simples mamarrachadas, elevadas a la condición de exigencia de modernidad; en otros, las raíces serán más hondas y peligrosas y afectarán gravemente a los resortes esenciales de la persona y de la sociedad. Unos y otros pasarán desapercibidos en cuanto a su aspecto nocivo y se instalarán entre nosotros con visos de inocencia y naturalidad.

Es importante volver a acudir a lo importante, porque todo cambio social depende de esta actitud de profundización; por ello, hay que incidir en los ámbitos del pensamiento y del lenguaje, ya que –al contrario de lo que comúnmente se cree- este origina aquel, y no a la inversa. La precisión del concepto depende del término, la idea de la expresión, y así lo han entendido sabiamente los ingenieros sociales que han conseguido que modifiquemos de forma inconsciente nuestra manera de llamar a las cosas y, desde esta, a lo que representan; en términos marxistas, se ha atacado, no una estructura, aceptada e inamovible al parecer, sino una superestructura de la que depende aquella y, lo que es más grave, toda una cultura. Es mentira que hablando se entienda la genta, porque, sin darnos cuenta, el cambio de significantes era una maniobra para la transformación de significados.

En el caso que nos ocupa, lo importante no es que los niños se disfracen de personajes de película gore, sino que, en el común de la sociedad europea, se ha puesta el acento en la muerte como objetivo, algo definitivo; hay que tomársela a chanza porque no hay más remedio y así no asusta. Y se ha obviado educar en la vida, sobre todo en la Vida (con mayúscula), que es la que nos espera una vez cruzado el umbral tenebroso del que ahora nos reímos. La muerte, tomada, por una parte, como motivo de diversión y, por otra, ocultada pudorosa e hipócritamente a los niños, ciega la evidencia de un Más Allá eterno y la convierte en un estúpido final de la cerrera vital.

Más o menos del mismo modo como se frivoliza el concepto de amor, impulso de la conducta y vida, y se convierte en un juego intrascendente, sin más alcances que el triunfo de la instintividad, el placer de lo inmediato, la entrega a lo espontáneo y, como mucho, a la fugacidad de un sentimiento. Vayamos, pues, a lo importante, a lo trascendente. No nos limitemos a sobrenadar las superficies; volquemos, en catequética de ideas y palabras, los esfuerzos en el trasfondo de las cosas y lancemos un aldabonazo a las conciencias con un truco o trato que nos hable de eternidades.

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