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Diario YA


 

En el caso del mal, otras razones que le son peculiares lo hacen singularmente misterioso

Qué es ser mala persona

José J. Escandell. Muchas veces se ha dicho que el mal es un misterio. Claro que toda la realidad es misteriosa para nosotros, puesto que, para nuestro entendimiento, las cosas tienen siempre un fondo inaferrable. En el caso del mal, otras razones que le son peculiares lo hacen singularmente misterioso. El horror que causan los grandes crímenes bien puede ser vivencia hiriente de la específica opacidad misteriosa del mal. Como también el sobrecogimiento con que reaccionamos, por ejemplo, ante un terrible atropello cometido con niños inocentes.
Sin embargo, en esas ocasiones el mal y su misterio son exteriores y ajenos. Es que no nos hace mucha gracia mirar hacia nosotros mismos y vernos pringados de mal. Ya no se trata tan sólo de la opacidad común del misterio del mal: es la ceguera con que nos referimos a él para reconocerlo en nuestras propias vidas ejecutado por nosotros mismos. Nos disgusta el papel de acusado, incluso cuando el mal del que somos responsables es un mal de menor cuantía. Hasta el extremo de que, en nuestra cultura, es muy frecuente la reacción altiva y ofendida cuando se le echa a uno en cara algo que no ha hecho bien; paradigmático es, a estos efectos, cómo la gente suele reaccionar después de haber hecho alguna torpeza o barbaridad conduciendo un coche. Nadie más impecable, experto y señor de sí mismo que un conductor cualquiera, aunque en su interior tenga bien claro que ha sido él quien ha hecho la maniobra indebida. En el mundo de la empresa, quien reconoce su error es carne de humillación, si no de despido; así que, cuando uno mete la pata, antes que confesar nada y rectificar, procura buscar a quién endilgarle el «muerto» y que haga de chivo expiatorio.
No se achaque este modo de reaccionar solamente al orgullo. Hay asimismo envuelta en estas situaciones una cuestión de conocimiento: ¿en qué medida puede ser alguien, y yo en particular, culpable del mal?
Hay, ante esta pregunta, dos respuestas muy socorridas. Una apela a la debilidad. Es típico echar mano de la debilidad para explicar esos males que nos resultan hasta simpáticos, como la pereza del estudiante, la impuntualidad de los amigos, la curiosidad malsana de los lectores de revistas rosas, etc. Es la excusa del borrachín y, en general, del vicioso reincidente. Claro que quienes tienen un vicio tienen más facilidad para caer en él, pero también lo es que sin echarle a la cosa voluntad no hay manera de desprenderse de tales rémoras.
El otro expediente de exculpación es la ignorancia. Se diría que el ser humano ha sido dotado de inteligencia para ser atolondrado. Muchos males quedan a cubierto de acusación bajo el manto protector de la ignorancia, una ignorancia adecuadamente administrada. También los filósofos morales se encuentran a veces en esa tesitura, como es el caso del «intelectualista» Sócrates. El mal se comete porque erramos en el reconocimiento del bien, porque no lo tenemos en cuenta, sino que caemos seducidos por un bien «aparente». De este modo resulta que la mejor manera de no ser malo es ser tonto, y que el hombre inteligente ha de arrostrar, además de las dificultades del estudio, un mayor riesgo de ser un criminal. Desde luego, la Ilustración, y el lema kantiano Sapere, aude!, son un criadero de inmorales, por definición. Ojos que no ven, corazón que no peca.
Es el caso que la tergiversación del mal mondo y lirondo en bien «aparente» no sólo anima a ser un perfecto ignorante y un lelo integral, sino que, en el fondo, resbala sobre la superficie de la sincera experiencia del mal. Es una nueva ceguera, que refuerza artificiosamente el carácter misterioso del mal. Como es natural, las dos desviaciones a las que me he referido –la explicación del mal por la debilidad y por la ignorancia- contienen algo de verdadero; aunque en lo sustancial, como digo, ocultan al mal a nuestros ojos.
Hay en el mal que hacemos un «porque me da la gana», una posición de nuestra propia voluntad, que no queremos admitir, si nos acogemos solamente a aquellas explicaciones. En la conducta mala sabemos que brota de nuestro interior un querer lo malo que en esas posturas queda orillado. Santo Tomás dice (Summa contra gentiles, III, 6) que quien obra mal actúa como el capitán del barco que, en medio de la tormenta, echa por la borda la carga al mar. Quien obra mal echa por la borda el bien que debiera atender, porque prefiere llegar al puerto de la satisfacción de lo que desea.
 

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