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Diario YA


 

Camino de Zinderneuf

Extracto de Rivoli, 81

Juan Carlos Blanco. Se apoyó con ligereza deliberada en el marco de la ventana. El cristal frío y empapado de lluvia hacía destellar suavemente el exterior sumergido en la oscuridad ficticia. El agua caía con pesadumbre, originando una suerte de murmullo monótono que terminaba por apaciguar a quien contemplara suficientemente el escaso trasiego de los viandantes. Sería cerca de la media noche, la mayor parte de las ventanas de los edificios situados al otro lado de la calle permanecían envueltas en sombras, una solitaria farola arrojaba su luz mortecina y trémula que no alcanzaba a iluminar más que unos pocos metros, y por encima de lo demás se situaba el golpeteo de la lluvia contra el asfalto sucio y gastado, el repiqueteo de las gotas tejiendo aquella melodía difusa y desconcertante que lo alcanzaba todo, la ciudad entera parecía imbuida en las mismas sensaciones de nostalgia ficticia que provocan invariablemente las tormentas más silenciosas, retazos imperecederos de las vividas y presenciadas durante los primeros años de vida y que terminan por remembrarse siempre, el murmullo tan reconocible y el olor del asfalto empapado y el silencio espeso que parece envolverlo todo y que resulta tan evocador.
  Agitó el vaso ancho con insistencia, el tintineo de los hielos sumándose a la percepción de lo contemplado a través del cristal. Probó el whisky con precaución, como quien desea calibrar la verdadera calidad de un producto antes de llevárselo definitivamente a los labios. Sentía en el bolsillo derecho del pantalón la presencia reminiscente de aquel objeto que había surgido de improviso y que no acertaba a situar en un lugar preciso, su tacto resultaba conmovedor y desconcertante en igual medida, la superficie de madera porosa y algo áspera que contemplaba con inusitada frecuencia desde el instante mismo en que la descubrió casualmente, hundida como estaba en el interior de su bolsa de viaje que no había empleado en los últimos meses y que para su completa sorpresa se encontraba situada junto a la puerta de entrada del apartamento y perfectamente dispuesta. Insistió en el tintineo melancólico de los hielos, sus dedos asiendo el vidrio humedecido y agitándolo con suavidad calculada. La ciudad entera se iluminó por encima de los edificios más altos, aun se encontraba muy lejos el epicentro de la tormenta, el destello lechoso permaneció durante unas breves milésimas sobre las construcciones erizadas de elementos metálicos, para desparecer a continuación y sin dejar ningún rastro, el silencio envolviendo las calles tan grises y tan dolorosamente apartadas del verdadero meollo.

  Hay lugares que verdaderamente nos apaciguan, pensó, contrito. Lugares a los que podemos regresar una y mil veces y que ejercen siempre la misma lenitiva impresión, es como un efecto balsámico, en ellos logramos distanciarnos de todo y situarnos por vez primera en el lugar adecuado desde el que contemplar lo que nos rodea. Y así podemos descubrir lo que realmente nos interesa, separar lo más nocivo de lo que nos puede resultar provechoso en según qué circunstancias, la perspectiva y el silencio aportan siempre esa dosis extra de lucidez que solemos extraviar con tanta frecuencia y que a duras penas recuperamos puntualmente. Y es algo que nunca sucede más allá de los límites de ciertos lugares, o rara vez, contamos todos con ese emplazamiento en que verdaderamente nos sentimos a salvo y desde el que podemos calibrar las cosas en su justa medida. Aunque con frecuencia nos olvidemos de su existencia.

  Encendió un cigarrillo y exhaló el humo despacio, conservándolo un instante más de lo preciso en su interior demudado. Se habían apagado la mayor parte de las luces del edificio situado al otro lado de la calle, la solitaria farola continuaba arrojando su luz trémula y esforzada. Sentía el sabor descollante del whisky adherido al paladar, y actuaba como si se tratara de un excitante de reconocida eficacia, de pronto se descubría a sí mismo con los sentidos funcionando al máximo de su capacidad, la vista clavada en el asfalto mojado y gris, el oído pendiente del más ligero chasquido que pudiera producirse al caminar sobre la tarima del salón tan amplio, el olfato captando cada minúscula esencia de la bebida.

  Sonrió ampliamente, y volvió a beber, esta vez un trago generoso y enérgico. Y se giró despacio. Había sentido a su espalda la presencia respetuosa y contemplativa de su viejo amigo. Y entonces escuchó por primera vez el estruendo de la tormenta. Todavía lejano y escasamente perceptible, y el golpeteo de la lluvia contra el cristal muy grueso, ahora las gotas caerían sesgadas y con mayor violencia. Dejó el vaso ancho sobre la mesita fumadora y se cruzó de brazos. Sentía la irrefrenable necesidad de vaciarse del todo, sin ambages que lo contuvieran suficientemente. Y el terrible cansancio que lo embargaba progresivamente. Miró en rededor, las paredes sosteniendo quedamente los centenares de libros, los millares de libros ordenados minuciosamente y clasificados por nacionalidad y temática, la amplísima mesa de madera añeja ocupando el centro mismo de la estancia, el cenicero colmado de colillas apretadas que habría fumado Villaamil con sosiego durante la noche previa.
 

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